domingo, 6 de marzo de 2016
Julián Centeya, el hombre gris de Buenos Aires
Manuel Adet
Se dice que
el poeta César Tiempo lo bautizó con el color gris. Para los neófitos, la
grisura no tenía que ver con la mediocridad o el conformismo sino con la
lluvia, la madrugada, la caída del crepúsculo contemplada desde algún cafetín y
la soledad, esa soledad íntima, una soledad que es algo más que no estar
acompañado por alguien.
Centeya no
nació en Buenos Aires, pero se hizo porteño. Porteño de Boedo, su barrio del
alma. Un Boedo que no empezaba en Rivadavia sino que nacía en avenida
Independencia, cruzaba San Juan y moría en Puente Alsina, después de atravesar
Chiclana. Murió un 26 de julio en su Buenos Aires querido. La fecha es la misma
que la de Roberto Arlt y Evita. Las compañías no le deben haber disgustado.
“¿Se nos fue o sólo se fueron sus huesos, sus angustias y sus arrugas?”, se
pregunta uno de sus biógrafos.
Hoy podemos
disfrutar de sus poemas recitados por él mismo, de su figura sobria, ascética y
tanguera, de su gesto severo y recto, de ese tono de voz algo ronco, algo
aguardentoso, inevitablemente tanguero. Hoy es un personaje de antología, pero
hay que ser muy tanguero para recordarlo, mantener con el tango y su paisaje
una relación especial, única.
Sus poemas
circulan en ediciones viejas, en libros ajados. No hace mucho Norberto Galasso
lo honró escribiendo su biografía, pero quienes lo conocieron aseguran que lo
más valioso de Centeya no eran sus escritos, sino su charlas, sus charlas
alrededor de una mesa de café, en la barra de algún cafetín o caminando por la
calle una noche de garúa, cuando todo alrededor parece desplazarse con la
morosidad de los sueños.
Entonces era un placer o una lección de vida disfrutar
del tono de su voz, de su manera de concebir la vida, de su impenitente bohemia
de porteño solitario y perdedor.
Julián
Centeya nació en la localidad italiana de Borgotaro, provincia de Parma, el 15 de octubre de 19 10.
Siempre recordó con afecto a su pueblo natal y a sus paisanos más célebres:
Giuseppe Verdi y Arturo Toscanini. Su padre, “el tano laburante” del poema “Mi
viejo”, se llamaba Carlos, Carlos Vergiati. Y era redactor del diario
socialista “Avanti” dirigido por Benito Mussolini, cuando Mussolini era
socialista y no fascista. “Verlo a mi viejo, un tano laburante/ que la cinchó
parejo, limpio y claro/ y minga como yo, un atorrante/ que la va de sover y se
hacer el raro”.
Su madre se
llamaba Amelia. Después estaban sus dos hermanas y el perro, “Cri cri”. A él,
el único hijo varón, lo bautizaron como Amleto (en homenaje a Hamlet) Enrique.
Amleto Enrique Vergiati. Cuando empezaron los problemas políticos la familia se
trasladó a Génova, y cuando la convivencia con el fascismo se hizo insoportable
emigraron para la Argentina. Lo dice en el poema de homenaje a padre : “Vino en
el Comte Rosso, fue un espiro/ tres hijos, la mujer, a más un perro/ como un
tungo tenaz la fue de tiro/ todas se las aguantó, hasta el destierro”.
Los
Vergiati llegaron a Puerto Nuevo y de allí se trasladaron a San Francisco. Don
Carlos se ganaba la vida como carpintero porque ya no podía hacerlo como
periodista. “Mi viejo carpintero era grandote/ y un cuore chiquilín, siempre en
la vía/ su vida no fue más que un despelote/ y un poco, claro está, por culpa
mía”.
En algún
momento los Vergiati se fueron a vivir a Buenos Aires. Parque Patricios fue su
primer destino. Allí estudió en el Colegio Abraham Luppi. Los estudios
secundarios los inició en el Nacional Rivadavia ubicado en avenida Entre Ríos y
Chile. Duró hasta tercer año.
Después su universidad fue la calle, los
bodegones rasposos, las pensiones de mala muerte, las redacciones de diarios y
revistas que publicaban uno o dos números y luego cerraban perseguidos por los
acreedores.
Para ese
tiempo Boedo empezaba a ser su barrio. El barrio de sus recorridas y sus
inspiraciones poéticas. Chamuyar en lunfardo, vivir como un tanguero y
frecuentar los ambientes de la noche no se compadecen con el apellido Vergiati.
Primero se llamó Enrique Alvarado y con ese nombre firmó su libro de poemas “Enfermería
San Jaime”, un curioso y sugestivo reconocimiento al jazz y al clásico del
género “Sain’t James infirmery”.
Uno de sus poemas, tal vez el más célebre, se
llama precisamente, “Sigo pensando en vos, negro”, un honrado homenaje a Louis
Armstrong.
Para esos
años se casó con Elena Goriza Vuattone, la hermana de Nelly Omar. El matrimonio
duró lo que un suspiro. Vivir con Centeya no debe haber sido fácil para ninguna
mujer. La bohemia, el cafetín, la noche, la mesa de amigos hasta la madrugada,
las charlas interminables en las redacciones de los diarios y revistas no se
compadecen con el matrimonio.
Según se sabe nunca reincidió.
Los libros
publicados ya con el nombre de Julián Centeya fueron “La musa mistonga”,
editado en 1964; “La musa de barro” que fue presentado por la escritora Martha
Lynch y “La musa maleva” que salió a la calle en 1978, cuando él ya hacía
cuatro años que estaba muerto. Son poemas que no merecerían calificarse de
lunfardos, más allá de que el lunfardo esté presente. En 1971 publicó su única
novela : “El vaciadero”.
Centeya
pertenece por filiación literaria a la escuela de Boedo, pero no sería correcto
encuadrar a un personaje jae como él en una determinada escuela o tradición.
Otros críticos han intentado relacionarlo con Carlos de la Púa, el “Malevo
Muñoz”, autor de la famosa “Crencha engrasada”. Puede que la relación sea
legítima porque los dos amaban a la ciudad y al tango, pero desde el punto de
vista literario no nos dice nada.
Curiosamente,
un tipo que parecía vivir en la calle, escribió mucho y trabajó mucho. Fue
redactor de “Crítica “ y “El Mundo”. En Radio Colonia condujo el programa “En
una esquina cualquiera” y en Radio Argentina condujo “Desde una esquina del
tiempo”. A mediados de los sesenta llegó a la televisión: “Tarde... ahora que
estoy flaco y fulero”, dijo a modo de presentación. En la radio y la televisión
glosaba, como se decía entonces, las letras de los tangos. Su voz era una marca
registrada. Y una garantía.
Escribió
algunos tangos que merecen recordarse. En 1942 nació “Claudinette” musicalizado
por Enrique Delfino y que Héctor Mauré grabó en julio de 1959. “Ausencia de tus
manos en mis manos, ausencia de tu voz que ya no está...”. Es muy bueno, es un
poema refinado, que evoca los mejores poemas de Homero Expósito. En 1944
escribió “La vi llegar”, con música de Enrique Francini. El tango fue grabado
en el sello Odeón por la orquesta de Miguel Caló y ese gran cantor que fue Raúl
Iriarte, en abril de 1944. “La vi llegar, caricia de su mano breve. La vi
llegar....¡alondra que azotó la nieve...”. De la “Milonga a Julián Centeya” hay
una muy buena versión de Alberto Podestá. Tres tangos famosos, los dos primeros
de excelente factura poética.
Después
menudearon las presentaciones recitando poemas. De él y de otros. “Cortada de
Carabelas” de Carlos de la Pua o “Ramayón” de Homero Manzi son piezas
antológicas que todo tanguero debe saber escuchar. No es fácil dar con sus
libros, pero sus poemas se han reeditado y están en las disquerías. No en
todas, pero están. Hay que escucharlo hablar a Centeya, escucharlo a hablar
para saber cómo hablaba un hombre de la noche, un caminante de la ciudad. O un
guapo de aquellos años.
Centeya se
fue “una noche de descuido” de 1974. Estaba solo. Mejor dicho, la única
compañía era el médico. A él le dirigió las últimas palabras. “Tordo: a usted
que lo aprecio tanto, le dejo el triste recuerdo de ser el último que apretó mi
mano. Gracias y perdón”.
El Litoral.com 06’08’2011
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