martes, 31 de enero de 2012

REGRESO A OCCIDENTE



Crónica de un viaje
Juan Yáñez

AFGANISTAN
                Estábamos  prontos a partir  de la India. Éramos cuatro los que regresábamos a occidente, Tamara, yo y nos acompañaba una pareja de argentinos, En  el aeropuerto de Nueva Delhi, esperábamos el  embarque de nuestro vuelo. El calor era asfixiante,  la partida estaba  demorada por más de una hora,  hasta  que  oímos  complacidos, nosotros y el resto de los pasajeros la llamada a abordar el avión.
 Ya en  la cabina,  acomodados en nuestros asientos, disfrutando del frescor del aire acondicionado  y reconfortados por el grato ambiente de a bordo, aguardábamos serenos el despegue en la cabecera de la pista, donde  la espera continuó por otra hora más. Parecía que la India nos asía, impidiéndonos partir. Hasta que por fin, se soltaron los frenos y la aeronave impulsada por sus turbinas, se deslizó  velozmente por la pista  hasta elevarse y tomar rumbo hacia la capital de Afganistán, Kabul.
  La suave música que se oía por los altavoces y  la sonrisa  de las azafatas hacían grato el vuelo. Pronto sobrevolamos las montañas del  Hindu Kush.  Fue un corto viaje, de una hora y media. Estaba corriendo el cuarto día de julio de 1972  Por mi parte imaginaba, por no tener información a mano,  que Kabul, dada la proximidad con la India habríamos de padecer el agobiante calor que allí soportamos. Por fortuna, estaba equivocado y recibimos la confirmación cuando faltaban pocos minutos para aterrizar. Oímos por los altavoces la temperatura ambiente de la ciudad: Veintiún grados centígrados. ¿Habremos oído bien? Era la propia primavera a nuestros pies y ello debido a sus 1.800 metros de  altitud.
 Luego de terminar los trámites de migración nos adentramos en esa  ciudad francamente amable. Serían alrededor de las cuatro de la tarde. Tenía para esa época, poco más de millón y medio de habitantes, por ello, en sus calles no existían las aglomeraciones, tan comunes en las ciudades de  la India. Descubrimos  unos  restoranes que asaban pinchos con carne de chivo o cordero, lo que constituía para nosotros, una fuente alimenticia necesaria, además de sabrosa, después de más de seis meses de  dieta vegetariana, a las claras incompleta y muchas veces intolerable por el picante excesivo. Nos complacimos con esos pinchos y con Coca Cola, (inexistente en la India),  que por otra parte eran sumamente económicos, lo que favorecía a nuestra precaria economía.
        Como ya hemos anotado en “Viaje a la India”, las razones de este viaje de regreso obedecieron a la imposibilidad de abandonar la India por tierra, tal como lo deseábamos,  por causa de la guerra que enfrentaba  ésta,  con Pakistán. No quedaba otra solución que saltarnos a Pakistán por el aire para llegar a Afganistán y de allí seguir por carretera a occidente. Los pasajes aéreos nos fueron enviados desde Buenos Aires, juntamente con cien dólares a cada uno de nosotros, que era la cantidad permitida por las leyes argentinas de aquella época.
        Recorrimos Kabul, después de comer, recuerdo que compramos un reloj despertador y a instancias de nuestros compañeros de viaje −que ya habían hecho esta ruta en su viaje de ida−, adquirimos  en una especie de gran mercado al aire libre un par de abrigos afganos, hechos con  piel de oveja, sumamente bellos y económicos,  con la esperanza de venderlos a buen precio en Europa. Allí, en Kabul casi todos los hombres usaban   unos  largos abrigos, que se colocaban sobre sus hombros y lo que parecían ser las mangas colgaban a los costados.   Recuerdo que algunos de ellos se detenían para observarnos sin el menor recato y nos lanzaban con desprecio el calificativo de  “ingleses”, de nada valía corregirlos en su apreciación, mantenían con firmeza lo dicho.  Hoy pienso  que  “inglés”,  para ellos sería sinónimo de europeo y nuestro aspecto étnico lo evidenciaba  En un sector de la ciudad libre de edificación (era ya de noche) funcionaba una panadería a campo raso, con un horno vertical profundo excavado en el suelo. Las  brasas estaban en el fondo y en los costados próximos a la abertura, con una especie de cojín, colocaban los panes,  que se pegaban a las paredes hasta finalizar su cocción y  entonces eran retirados con un gancho de hierro. Era un pan exquisito, de lo mejor, que estimamos superlativamente por llevar meses sin probarlo por la sencilla circunstancia de ser en la India inexistente.  Mucha gente esperaba  para adquirirlo y los panaderos no daban abasto, por ello, estimo como irrefutable, preciso y universal.   el conocido refrán venezolano que dice: “Se vende como pan caliente”.
        Pernoctamos en Kabul y por la mañana temprano continuamos hacia  Kandahar, ciudad que observando el mapa parece cercana, pero para llegar a ella es necesario atravesar un serpenteante y angosto camino montañoso. Lo recorrimos  en un autobús pequeño, medio destartalado y sumamente incómodo. Arribamos a Kandahar a primera hora de la tarde y a poco  continuamos viaje hacia  Herat. Ahora ya en un autobús grande, mucho más cómodo  y moderno que el anterior. Recuerdo a las mujeres que viajaban con sus maridos e hijos, cubierto el rostro completamente con una especie de capucha que dejaba una abertura con un cubrimiento de un tejido calado para los ojos y la boca.  Solo podían sentarse a su lado sus maridos, hijos o otras mujeres. (Recordemos que estábamos en un país islámico).
Al acabar de sentarse los pasajeros, se colocó en el pasillo del vehículo, sacos de granos y otros bultos, atrás viajaban también chivos y gallinas. que compartían el poco espacio disponible con sus dueños. No salimos hasta no llenar hasta el tope el autobús que paraba constantemente en el camino para dejar o tomar pasajeros y carga.
 Llegamos a Herat a primera hora del otro día, después de viajar parte de la tarde y toda la noche con el mismo chofer. A media noche lo acosó un incontrolable sueño que no podía controlar y luchó  de mil maneras para no dormirse. Manejaba por momentos parado en sus pies, en otros cantaba a viva voz, se pegaba con sus manos en su cara etc. etc. Me levanté y llegué hasta él para ayudarlo a  mantenerse despierto ¿Pero en que idioma habíamos de hablar? Afortunadamente otro pasajero al tanto también de la situación se le acercó y conversó con él, hasta que pudo superar el sueño. Es necesario, antes de continuar el relato, que el lector sepa −del mismo modo que en otros relatos lo aclaré,−  que sólo dispongo de la mente como archivo de estas aventuras. No tengo ahora el cuaderno de notas que a diario escribía sobre lo que acontecía, aunque estos últimos días hallé una pequeña agenda, con  algunas breves  anotaciones de fechas y ciudades, sobre este viaje de regreso hacia occidente. Hay parte de ellos olvidados, otros corresponden a hechos aislados sin precisar el lugar. Sin embargo también existen otros perfectamente claros a pesar del tiempo transcurrido. No olvidemos que han pasado casi cuarenta años.
 Herat es una ciudad pequeña, y consultando en la enciclopedia, refiere que se cree que fue fundada en el siglo IV, A.C., por Alejandro Magno. Esta es la última ciudad importante del recorrido perteneciente a Afganistán.
Acoto, que por lo general, tratábamos de dormir en los viajes para economizar el escaso dinero que disponíamos y nos higienizábamos, como podíamos,  en los baños de las paradas. Cada dos días aproximadamente nos acomodábamos en algún hotel, próximo a los terminales de autobuses, allí era posible bañarnos y lavarnos la ropa usada. A pesar de los inconvenientes y las limitaciones, el viaje siempre fue interesante,  placentero y  nunca  aburrido.      

IRAN
                               Este país tan  profundamente musulmán, en donde la religión cobra visos del  fanatismo más acentuado, estaba gobernado en aquellos años por el Sha de Persia, personaje destacado en el  jet-set internacional, conocido también por  Reza Pahlevi. Este gobernante intentó occidentalizar las costumbres de los iraníes, con un régimen autocrático y a la larga fue derrocado, para establecerse  un  gobierno del clero más radical, el de los Ayatolás.
        Entramos a Irán por una pequeña localidad llamada Teibod, en la propia frontera   con Afganistán. Allí los funcionarios de migración  revisaron  el equipaje exhaustivamente, en especial a los occidentales que allí viajábamos. El motivo no era otro que la búsqueda de drogas ilegales que por ese medio de transporte,  solían  servirse algunos viajeros. Oímos decir que en el caso de descubrirse algún alijo importante podrían los responsables  ser juzgados en juicio sumarísimo y de hallarse culpables ser  fusilados “in situ”. Y realmente era cierto pues nos confirmaron  que  recientemente habían sido ejecutados cinco  viajeros occidentales   por esa causa.
Compartiendo el mismo medio de transporte viajaban con nosotros individuos de diferentes nacionalidades. Algunos eran en apariencia hippies semi trasnochados. No eran muchos y a veces compartíamos el viaje por más de una escala. Había norteamericanos, ingleses, franceses etc.,  todos jóvenes como nosotros y en su mayoría bastante informales. Viajaban por ese medio por diversas razones. Algunos  con espíritu aventurero con limitados recursos económicos. Otros compraban artículos  exóticos que revendían en sus países. Uno de ellos transportaba más de cien pequeñas pipas de cerámica. Al parecer eran para fumar marihuana. Los guardias  que conocían su uso, revisaron  intensivamente su equipaje, buscando lo que para las pipas servía, sin resultado. Él   explicaba sonriendo y un poco asustado que su negocio eran las pipas, y aseguraba  que eran para  fumar tabaco. Los guardias sonreían por el tamaño de la mentira y esta sonrisa  a la vez confirmaba la no existencia de delito alguno por  la tenencia de esos artículos. Partimos de Teibod alrededor de  las tres de la tarde en un autobús mejor equipado (A medida que nos acercábamos a occidente los vehículos de transporte mejoraban su calidad y servicio) En plena carretera antes de la caída del sol unos pasajeros (islámicos por supuesto) le piden al chofer (que también es islámico) que se detenga para que ellos pudieran cumplir con sus oraciones. El chofer se negó, aduciendo retraso en el viaje. Sin embargo de nada valieron sus razones. Fue obligado a detenerse bajo cierta intimidación y allí al costado de la carretera, sobre telas a modo de alfombras, de rodillas, los fieles hicieron las inclinaciones de costumbre y al finalizar estas continuamos viaje. Lllegamos a Mashed, (una de las ciudades más importantes de Irán) a poco de anochecer  Esta ciudad, notoriamente persa,   en esa época tenía un millón y medio de habitantes.
       Había una periodista, inglesa o norteamericana que se había vestido como musulmana, penetró en un templo. Llevaba el rostro tapado y era en apariencia del Islam. Sin embargo fue descubierta y expulsada. Ella habló con nosotros, todavía estaba vestida con su “disfraz”, quejándose sobre la imposibilidad de realizar su trabajo  periodístico.
En esta ciudad, se encuentran muchas tiendas de venta de alfombras persas. Las había de todas las calidades y medidas, con bellísimos dibujos. Observamos asimismo el proceso de fabricación de las mismas. Son famosas en el extranjero,  las alfombras de Mashed. En esta ciudad  se  produce  la mejor lana  para su elaboración. Pernoctamos aquí y alrededor de las tres de la mañana comenzaron las oraciones que un  Imán pronuncia por potentes  altavoces colocados en la torre de una mezquita vecina al hotel donde nos alojamos. El volumen  era francamente altísimo, insoportable,  fue imposible seguir durmiendo. Aquí llegué definitivamente a la conclusión que existen religiones que agobian al creyente con su fanatismo exacerbado. En este caso privándolos del necesario sueño y así agotándolos para sus actividades normales y  necesarias para  el trabajo y las obligaciones de la vida diaria.   
Partimos para Teheran, la capital,  al atardecer del otro día, después de permanecer en Mashed casi 24 horas. Viajámos en un autobús de los grandes, con cierta comodidad por carreteras montañosas, como fue por  casi todo nuestro trayecto hacia Europa.   
A poco atravesamos una zona desértica y luego ya de noche nos detuvimos en una  especie de campamento en pleno desierto. Allí servían comida y bebidas, bajo una gran carpa. Era todo muy precario. Pedí una coca-cola, a pesar de que alguien me advirtió  que no lo hiciera y resultó que lo único original de esa bebida era la botella,  que como había visto en la India las rellenaban con un brebaje imposible de beber. No recuerdo lo que comimos, solo que bebimos te.
Consultando hoy en el atlas, veo que la zona  que atravesamos, es conocida como desierto de Kavir. Allí  vimos unas extrañas  formaciones montañosas, sobre la extensa sabana del  desierto, causadas probablemente  por una larguísima  erosión.
Llegamos a Teheran al mediodía, muy extenuados por  el calor y  larga travesía. (Ya estábamos a nueve de junio, es decir que llevábamos cinco días de viaje) Nos alojamos en un hotel y luego de descansar salimos a recorrer la ciudad, que en su aspecto externo es bastante occidental y moderna. Sin embargo las costumbres islámicas, aunque atenuadas estaban presentes. Prueba de ello sucedió viajando en un carro por puesto, donde tuve que permanecer incómodamente  apretujado contra otro hombre para dejar suficiente espacio para que una dama,  sentada a mi lado,  no tuviera ni el mínimo roce de su cuerpo con el mío  Tendría Teherán  en aquella época unos seis millones de habitantes. Es una ciudad extensa y  está edificada sobre una planicie,  al fondo se observa una cadena montañosa, con sus cúspides cubiertas de nieve.
El propietario del hotel, persona agradable y locuaz hablaba suficiente inglés para mantener una conversación sobre temas de la región. Él mismo nos consiguió establecer comunicación telefónica con la embajada argentina. Hablamos con el embajador, quien amablemente nos invitó a “tomarnos unos mates” en la embajada. Ya próximos a partir, lamenté no haber llamado el día anterior, pues habría sido una interesante experiencia.
Seguimos viaje hacia Tabriz al medio día. En una parte de la carretera bordeamos el mar Caspio. Lo  poco que recuerdo de esta escala es su famosa Mezquita Azul,  del siglo XV, por su impresionante belleza. Es también esta ciudad pródiga en alfombras. Son famosas en el mundo entero la alfombras de Tabriz.  Partimos de Tabriz rumbo a Erzurum, y a poco de partir entramos en territorio Turco. Es interesante anotar y lo hago de manera reiterativa,  que las costumbres de las personas, a medida que nos alejábamos del punto de partida hacia occidente se iban “occidentalizando”,  paulatinamente. Todo ello era posible verlo en todas las manifestaciones de la vida. El aspecto de las ciudades, el modo de vestir, los vehículos, los lugares públicos etc. y   hasta la música, no escapaba de esa apreciación, en líneas sutiles y generales. 

TURQUÍA
                        Entramos  a territorio turco, en un autobús de ese  país, con asientos más confortables y con pasajeros mas occidentalizados y a la vez mas mal educados. Esa es la imagen generalizada que me mostraron los turcos, que se intensificaba a medida que nos acercábamos a Europa. Tenían por costumbre estos pasajeros, además de hablar a los gritos y burlarse de aquellos que se mantenían ajenos a su alboroto, de orinarse en los escalones de la puerta trasera.
        La carretera serpenteaba sobre una zona montañosa, a nuestra derecha se divisaban altos picos con su cresta nevada y hubo uno  mas cercano, que me pareció un cono casi perfecto, cubierto de nieve hasta su base, que llamó mi atención. Al preguntar me respondieron escuetamente: ARARAT..... ¡Nada menos que el monte Ararat! Citado en la Biblia, por ser el lugar, donde se detuvo el Arca de Noé, luego del Diluvio. Me emocioné al contemplar esa maravilla de una majestuosidad imponente. Luce con su más de cinco mil metros de altura,   destacándose claramente  en su entorno. Está en territorio armenio, en los confines de Rusia, la que está a escasos 200 km., de este punto en la  carretera. Antes del anochecer
        Después de unos kilómetros de marcha llegamos a Erzurum, una ciudad enclavada en las montañas, con una altitud de casi dos mil metros, con un clima frío a pesar de que estábamos en verano. Vimos aparcados  unos  grandes trineos que se utilizan para llevar cargas en  la estación invernal, cuando esta zona se cubre de nieve. Esta ciudad pertenece a lo que se da en llamar, la Armenia turca. Sus habitantes, tanto hombres como mujeres visten con ropas tradicionales. Las calles son estrechas y las casas bajas, casi todas construidas con una piedra volcánica del lugar.
        Partimos de esta ciudad, rumbo a Ankara. A esta altura del viaje, la pareja que nos acompaño desde el inicio pasó de un agotamiento paulatino a una crisis de cuidado y hubieron de ser hospitalizados. Se les diagnosticó hepatitis, además de un  cuadro infeccioso producido por bacterias alojadas en el tracto intestinal. Afortunadamente fueron  atendidos adecuadamente en un hospital público en Ankara.  No nos quedó otra alternativa que proseguir solos  nuestro viaje hacia Europa.
        La próxima escala era Estambul, la antigua Constantinopla, la ciudad más grande de Turquía A medida que nos acercábamos al Bósforo, es decir al límite,  donde finaliza el territorio  asiático, y el cruce de este estrecho nos pone en territorio europeo el paisaje y las construcciones se asemejan  cada vez más al de Europa. Fue posible ver en las chimeneas de algunas casas, nidos de cigüeñas.  Al final de la tarde, recorriendo una zona  donde la carretera zigzaguea por interminables curvas al  cruzar un cauce de un pequeño río, lleno de rocas por una inesperada crecida, el autobús al intentar cruzarlo se atascó gravemente. De nada valieron los esfuerzos de muchas personas para liberarlo. Hubo que pasar la noche allí y soportar el temor de nuevas crecidas, por la lluvia que se desató  posteriormente y que arrastró piedras que golpeaban la parte baja de la carrocería. A las primeras luces de la mañana fuimos liberados con la ayuda de un tractor.
        Llegamos a Estambul al amanecer del día catorce  de junio de 1972, luego de un largo viaje por tierra desde Kabul, durante casi quince días.  Cruzamos el Bósforo en un amplio ferry. (En aquella época no existía el puente que años después se construyó). Bajamos del autobús y caminamos sobre la planchada de la embarcación, a contemplar el estrecho que divide los dos continentes y que fue el paso obligado que dio origen a la  civilización occidental. A la salida del sol contemplamos la silueta de la famosa Mezquita Azul, con sus imponentes y característicos cuatro minaretes. Al llegar a la orilla ya estábamos pisando suelo europeo.

GRECIA
                Luego de un azaroso y complicado viaje por la geografía turca, donde imperaba la desinformación y la especulación, llegamos con un taxi, desde el terminal de autobuses de una ciudad próxima,  a las cercanías del puesto  carretero fronterizo que comunicaba a Turquía con Grecia.
 Estos dos países lucían definitivamente incomunicados desde todo punto de vista. Prueba de ello fue el comportamiento del chofer del taxi, que al llegar a unos doscientos metros del lugar,  detuvo su vehículo, nos invitó a bajar y con una  actitud de desprecio hacia su vecino país,  nos indicó la dirección que debíamos seguir para alcanzar la frontera griega. Partió bruscamente  sin despedirse siquiera,  dejándonos en una carretera solitaria, donde inexplicablemente, ―por ser un paso fronterizo― no existía ningún puesto de vigilancia o alcabala del  país turco.  Marchamos en la dirección indicada y  después de cruzar un pequeño río por un puente, al final de éste, pisamos  por fin tierra griega. Allí estaban las instalaciones que correspondían a la aduana y todo aquello que tiene que ver con un paso fronterizo, en lo civil y militar. Los guardias nos  trataron con desconfianza por venir de tierra “enemiga”. Apreciación innegable  que relata tanto la historia presente como la antigua. Estos pueblos tan parecidos entre sí,  guardan una rivalidad engendrada en el odio y la intolerancia reciproca.
 (Conozco una semblanza que los pinta de pies a cabeza  a ambos y sin  la menor intención de vilipendiar, la anoto aquí por su tono  francamente humorista).

  Alguien a manera de pregunta  y  dirigiéndose a otros les expresó:
−¿Saben en que se parecen los turcos a los griegos?  Y él mismo dándose la respuesta continuó: −En que ambos  son capaces de vender a su propia madre…..y prosiguió: −¿Y, en que se diferencian? y la respuesta tajante  fue: −En que los griegos no la entregan……

 Gran parte  de los griegos aceptarían  la analogía como cierta porque a pesar del inmoral acto, el hecho de no entregarla  revelaría una incuestionable  nobleza.
 Por mi parte con los griegos me sentí amistoso  y satisfecho. No puedo decir lo  mismo de los turcos, aunque tiempo  después aprecié en ellos defectos y virtudes como  a todo el mundo. Pero no  nos desviemos  del tema. Ahora nos estamos ocupando de Grecia y de los griegos.
 Después de la tramitación de rigor ante las autoridades griegas y autorizándonos el ingreso, partimos, adentrándonos en  su territorio,  en un autobús que nos llevó hasta Tesalónica. Allí pernoctamos en la estación de trenes, durmiendo sobre unos confortables, ―aunque rígidos― bancos del salón  de espera. Éramos muchos los viajeros que pasamos allí la noche, sin ser molestados por ninguna autoridad. Alrededor de la medianoche atenuaron las luces y de esta manera se optimizó el descanso.
  Continuamos a primera hora de la mañana el viaje por caminos montañosos que ondulaban sobre un paisaje singularmente árido. Los campos en su mayoría sembrados con olivos. Mucha piedra y en algunos tramos veíamos un mar  calmo, sin oleajes, con cultivos que llegaban hasta  su  orilla.
 Ese mismo día, a media tarde llegamos a Atenas. Allí en el mismo Terminal, en una oficina turística contactamos el alojamiento. Con nuestros limitados  recursos accedimos a una habitación precaria  aunque cómoda  y  decente. Era en un modesto hotel de Plaka, un sector de la ciudad,  situada  a los pies de la Acrópolis. Allí mismo donde en la antiguedad  se desarrolló la antigua Atenas, cuna de la civilización occidental. Por esas calles, todavía se conservaban algunas  arqueológicas ruinas  de su remoto pasado. Imaginaba  entonces a aquellos ilustres filósofos, caminando por sus calles y entre ellos no podía haber faltado aquel que sobresalió por su incomparable sabiduría y humildad,  que se llamó Sócrates.
 Visitamos el consulado argentino, donde nos recibieron con amistosas sonrisas y al solicitar ayuda económica, solo alcanzaron a darnos, ―como ayuda humanitaria― unos cinco dólares. No teníamos suficientes recursos y no  había  correspondencia desde Buenos Aires que anunciara la llegada de pasajes aéreos o en su defecto la  remesa de dinero,  por lo que no quedaba otro remedio que esperar. El alojamiento costaba setenta dracmas diarios y nuestra alimentación consistía en dos soublakis para cada uno. Era una comida aceptable aunque escasa  que consistía en una especie de emparedado de carne de cerdo, con tomate y mayonesa. Al agotarse el dinero resolvimos intentar  vender los abrigos de piel de carnero afganos, aquellos que fueron adquiridos en Kabul  por su bajo precio y para ser negociados en Europa. Para ello decidí ofrecerlos a los turistas que visitaban la Acrópolis. Esta fortificación fue construida sobre una colina de piedra  caliza, aproximadamente  a 150 metros de altura y guarda las ruinas más emblemáticas de la cultura clásica.  Para allá me dirigí subiendo por los empinados escalones y me instalé en la llegada de los autobuses y mostré la mercancía a los visitantes.  Lucía imponente el Partenón, también el Erecteión con su pórtico de las Cariátides, las columnas de figuras femeninas de tranquila mirada, aunque me las imaginaba reprobando mi osadía. Lo cierto fue que los únicos que se interesaron  en mí y los  abrigos,  fueron los vendedores de recuerdos y artesanías, los propios  autorizados a vender algo allí, en sus quioscos,   que viéndome como un competidor pirata no se les arrugó un ápice su bendita voluntad para llamar a la policía. Algunos  me lo advirtieron pero no les creí, hasta que vi a los guardianes del orden subiendo apresurados por las escaleras aunque a suficiente distancia,  para que con tranquilidad decidirme a partir. Así fue que ellos subían, yo bajaba, dando así término a esta aventura. Más tarde negociamos estas y otros  objetos de recuerdo de la India, en un comercio de la ciudad.
.  Lucía Plaka como  un barrio bohemio, (seguramente lo seguirá siendo)  con muchos restoranes y cantinas, donde imperaba la mas pura tradición popular de la cultura helénica. Allá la necesidad me permitió  trabajar  en un restaurante del más puro estilo griego  Fue una incomparable e interesante  experiencia.  Fungí como ayudante de cocina entre otras ocupaciones. El primer día de trabajo se me ordenó que subiera unas cuantas gaveras  vacías de Pepsi Cola, ―desde el sótano hasta la acera― por una escalera en espiral,  de hierro. Fue una  dura y agotadora tarea, que no terminó allí.  A poco de concluir,  reponiéndome y sin sospecharlo llega el camión de refresco  que carga los envases vacíos, dejando en su lugar igual cantidad de llenos,  los que hube de bajar al sótano, sin la menor ayuda. (Imagínese lector, si ya estaba cansado como habría de quedar después) 
Laboré en el restorán  unas cuatro  semanas, ayudando al cocinero, una excelente persona, con quien nos entendíamos en  un inglés coloquial, que él había aprendido con las tropas aliadas de ocupación durante la guerra. Luego de fregar la vajilla y los útiles de uso en la cocina ayudaba en el salón, retirando  de las mesas  platos y vasos. Algunos comensales al finalizar de comer se acercaban a la barra solicitándome  un vaso de agua; haciéndolo  por supuesto en griego: ―Aine poté neró. Eran según recuerdo,  sus palabras y mientras bebían,  continuaban conversándome, y yo  sonriéndoles  por respuesta a su incomprensible plática. Algunas veces fregaba el piso del salón, ―que era trabajo de los mesoneros ― y que ellos me solicitaban  y por su cuenta sufragaban.  
 Todos los días,  alrededor de las once de la mañana, cuando ya empezaban a estar listos algunos platos, el cocinero me autorizaba a que sin dejar de trabajar consumiera algunos alimentos a mi gusto y eso constituía mi única comida allí, de la quedaba  plenamente satisfecho.  Al finalizar  mi jornada de trabajo me correspondía el almuerzo Con la excusa de que lo comería con más  tranquilidad  en el hotel,  se lo llevaba a Tamara. De esa manera compartía los alimentos. Al atardecer dábamos un paseo y tomábamos un ligero refrigerio.

Es oportuno referirme a mi relación con Tamara. Era ella una excelente compañera y como ya lo he expresado en otro relato, éramos solamente condiscípulos y así nos comportábamos,   aunque  aparentemente  las personas nos podían tomar como pareja. A nosotros no nos preocupaba esta estimación, así  como tampoco era conveniente y por demás  absolutamente innecesario e imprudente, el  aclararles nuestra verdadera relación en este azaroso viaje.

 Con el cocinero conversábamos bastante, a pesar de las limitaciones del idioma, me contaba de su vida, de su familia, de sus planes, etc.  En algunas oportunidades, me salía hablarle en italiano. Era por su aspecto y disposición la que me parecía tan peninsular.
 Los dueños del restorán, un matrimonio ya mayor, me trataron siempre con especial afecto, especialmente ella. Me llamaba Johnny y en el momento de la despedida me abrazó cariñosamente como lo haría una madre con su hijo.
             Al final llegaron los dólares y pudimos continuar nuestro viaje. Partimos de Atenas hacia El Pireo, puerto de mar, para abordar un ferry con destino a Italia.  A media tarde soltamos amarras y navegamos por el mar Egeo. Las aguas calmas,  sin el menor oleaje, solo alteradas por el desplazamiento de nuestra nave, reflejaban el multicolor cielo del atardecer. Hicimos escalas en dos islas  y desde la última de ellas a  pusimos proa a nuestro inmediato  destino: Bríndisi, en la península itálica, a la que habríamos de llegar, ― después de navegar  durante toda la noche― con las primeras luces  del amanecer…

sábado, 14 de enero de 2012

Páez Vilaró y una autobiografía para seguir viviendo


14/01/12  CLARÍN
En su Casapueblo, el jueves al atardecer (no podía ser de otra manera, la puesta del sol en ese rincón del Uruguay es famosa) el pintor uruguayo Carlos Páez Vilaró presentó Posdata, su autobiografía de casi 400 páginas. con fotos, editada por el sello Aguilar.
Allí el pintor y gran viajero deja constancia de algunas de las máximas que lo han guiado. Por ejemplo: “No recular nunca, no dejarse vencer por las contrariedades, responder con una sonrisa a las ofensa, enfrentar con optimismo los contrastes, desvestirse de arrogancia, optar por el camino de la humildad, actuar sin aspirar a una medalla’’.
Para darle la bienvenida a este libro, la tradicional construcción blanca y multiforme enclavada en los acantilados de Punta Ballena, se vistió de fiesta. Y a ella concurrieron más de 300 personas, entre amigos, admiradores, turistas curiosos y personalidades de ambas márgenes del Plata, como el escritor Mario “Pacho” O’Donnell, el periodista Enrique Llamas de Madariaga, el técnico de la selección uruguaya de fútbol, Oscar Tabárez, y el ministro de turismo de Uruguay, Héctor Lescano.
Para describir sus 88 años de vida, Paéz Vilaró debió bucear en su memoria y en los muchos papeles de viaje y otras anotaciones donde fue plasmando su particular forma de ver el mundo. “La posdata es el suspiro final de una confesión que nos habilita a recuperar de nuestra memoria algo que quisimos decir y se nos pasó de largo. Es la chance que se nos abre al terminar una carta para sumarle todo aquello que se escapó de nuestra concentración”, afirmó el artista, desde el “escenario” armado al lado de la piscina. “La vida no es otra cosa que una excusa para encontrar la manera de vivirla. Por eso, recargo las pilas y avanzo hacia el misterio”.
Antes de pedir perdón a los libreros por ocupar anaqueles de sus locales sin ser escritor, y de invitar a los presentes a su tradicional Oda al sol , Páez Vilaró pidió al público que no tomara a Posdata como una despedida, “porque amo la vida, y quiero seguir viviendo”, enfatizó.
Antes de finalizar la presentación, la editora Ana Laura Lissardy, contó que en una de las varias charlas que había tenido con Páez Vilaró, él le contó que en muchos momentos, cuando la inspiración no le fluía, para que volviese, escuchaba la canción Un uomo navigato , del italiano Roberto Vecchioni, a quien no conocía. “Vecchioni lo quiere saludar”, le dijo Lissardy, ni bien terminó de sonar la canción. Y en una pantalla apareció el cantautor hablándole a Páez Vilaró, quien no pudo ocultar su sorpresa y emoción.
No es para menos; este es el hombre que escribió: “`Un día decidí partir por el camino del sol en busca del arte y, si bien éste me rozó, siento que aún no he logrado tocarlo”.
EL BLOG OPINA
                             La síntesis de una vida, una demostración del entusiasmo por vivir...