sábado, 6 de febrero de 2016
Borges entre señoras
TRIBUNA:LA CUARTA PÁGINA. PIEDRA DE TOQUE. EL PAÍS Madrid.
El escritor argentino
colaboró en los años treinta con una revista femenina bonaerense, El Hogar, con
magníficas críticas literarias. Tusquets publicó en 1986 una antología soberbia
MARIO VARGAS LLOSA 14 AGO 2011
Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la
sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense
dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal
y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que
publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en
'El Hogar' (1936-1939).
No conocía este libro y acabo de leerlo, en
Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literaria poco
después de terminar sus estudios escolares, en Ginebra. Aquí escribió versos
vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores
jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa pero que poco dejaba
adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me
había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar, serían, como
aquellos escritos mallorquines de su juventud, testimonios de una prehistoria
literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.
Son textos en los que el autor se desnuda
de cuerpo entero. Muestra sus fobias, filias, anhelos
Escribe como si se dirigiera a los más
exquisitos lectores de la tierra. De igual a igual
Veinte Borges a escena
Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más
que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por
Sacerio-Garí -el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido-,
eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la
verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un
estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le
permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores
clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta
desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente
comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la
información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar, hubiera dado un
gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los
considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y
Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las
amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su
vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía
la Argentina de aquellos años.
Una de las rarezas de estos textos es que
Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la
voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los
ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas
de Faulkner, Heming-way, Huxley, Wells y Virginia Wolf. Todo lo analiza y
comenta con la seguridad que solo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad
del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake de James
Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No
hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado
de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que
sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas
notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro
De la vida literaria son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su
inteligencia.
En los años en que colabora en El Hogar
Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero
todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los
que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo
común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la
cultura, la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas
que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo
compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal que guía
sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la
misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano,
a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad
y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y
un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente
indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en
sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: "Los adjetivos se
han hecho para no usarlos". Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos
("Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche"), pero, justamente,
lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como
una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada
dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía
la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o
microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca
parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia
que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.
A veces, un párrafo de pocas frases le
basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un
autor, como Samuel Taylor Coleridge: "Más de 500 apretadas páginas llenan
su obra poética; de ese fárrago solo es perdurable (pero gloriosamente) el casi
milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar
acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones
geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de
plagios". La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda,
quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.
A veces, en los perfiles biográficos, hay
verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador
Lytton Strachey: "Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro
emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para
mayor recato, era afónico". No es raro que un elogio vaya acompañado de un
mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de
Lion Feuchtwanger -El judío Süss y La duquesa fea- añade: "Son novelas
históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el
opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género".
No hay en el Borges que escribe estos
sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no
era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente
culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o
admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se
dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando por
supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de
igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni
pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la
ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el
autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías,
fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con
admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton,
Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su
debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton,
Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas
recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman
en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J. B. Priestley El
tiempo y los Conways y a Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, a quien
dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la
fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente
en los comentarios a libros chinos como Historia de la orilla del agua, una
antología de cuentos fantásticos y folclóricos de ese país hecha por Wolfram
Eberhard y la japonesa The Tale of Genji de Murasaki Shikibu.
Textos cautivos constituye un magnífico
panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en
el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la
de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Wolf, Mann, en la que la experimentación
formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas
y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso
nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas,
formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro
escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una
revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas
de casa.
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