sábado, 5 de abril de 2014

Todo lo que aprendí de mi abuela gallega


POR EMILIO DI TATA ROITBERG ESCRITOR. ENTRE SUS LIBROS FIGURAN “EL OSO” Y “MOSQUITA MUERTA”. 05.04.2014  clarin

Rígida, emprendedora, brava. Ella no tenía buena fama en la familia: el nieto la había visto apenas un par de veces. Pero a los seis años debió ir a vivir con ella y descubrió a una mujer que, luego de un fracaso, sabía cómo empezar de nuevo.


                                  Qué había llevado a la abuela Amelia a dejar la Capital e irse a vivir sola al campo? Mi abuela tenía fama de brava. Era una gallega de modales enérgicos, por no decir bruscos, que decía lo que pensaba, y a las disputas con las vecinas las solía terminar de un sartenazo. Estaba peleada con casi todos los hijos y nueras, y a muchos de sus nietos ni los conocía. Yo la había visto un par de veces solamente.
Daba la impresión de estar siempre enojada. Sus ojitos azules parecían los de un águila a punto de atacar.
La conocí mejor el verano que pasé con ella en J. J. Almeyra, un pueblito casi inexistente de la provincia de Buenos Aires. Almeyra no tenía ni una calle asfaltada, y a la casa de mi abuela no llegaba la electricidad. Cuando mi papá me llevó en el Rastrojero y me dijo que iba a quedarme ahí hasta que mamá se repusiera, se me fue el alma al suelo. No imaginaba mi vida sin Los Tres Chiflados o El Chavo, como un nene de hoy no se debe imaginar su vida sin jueguitos por Internet. Sin contar que la abuela Amelia me daba un poco de miedo. Era “mi otra abuela”, en contraposición a la viejita dulce y tierna que vivía a dos cuadras de mi casa. Está por llover, dijo mi papá, mejor me voy antes que se haga un barrial.
Ahí quedé. A la falta de televisión la compensé con otras novedades:corretear por los yuyales, tomar el agua fresquita de la bomba y prender las velas al anochecer. Mi abuela tampoco resultó tan terrible. Nos hicimos compinches enseguida. La acompañaba a ordeñar la vaca, a podar los frutales. A los huevos les poníamos la fecha con una fibra para saber cuál comer primero. Para paliar el síndrome de abstinencia, algunas tardes me iba a ver los dibujitos a lo de doña Irmita, una señora del pueblo que tenía luz y con la que mi abuela no estaba del todo peleada.
Mi abuela tenía espíritu emprendedor. Siempre estaba planeando algún nuevo negocio, aunque no siempre le salían bien. Estaba muy sola, en ese aspecto. Mi abuelo fue siempre un hombre tranquilo, poco inclinado a acompañarla en sus aventuras, y la empresa que más tarde montó con sus hijos mayores terminó en una tremenda disputa y una hipoteca imposible de levantar.
Con los restos del naufragio mi abuela compró el campito en J. J. Almeyra, donde planeaba volver a empezar. Nunca se había sentido a gusto en la ciudad, decía, y la vida de campo la hacía feliz. Mi abuelo Emilio, ávido lector y urbano hasta la médula, prefirió quedarse en Buenos Aires. Se veían cada dos o tres semanas.
Por Almeyra pasaba el tren una vez al día, un tren de trocha angosta que hacía escala en todos los tambos. Una mañana lo tomamos. Pastos verdes, vacas, puentes de hierro con remaches, estaciones con nombres rimbombantes... Nos bajamos en Libertad y esperamos el colectivo. Mi abuela le dijo al chofer: Dosh boletus a Leniéresh . ¿Adónde? Mi abuela hablaba una mezcla de gallego y criollo muy particular. A la gente la trataba un rato de usted y un rato de che. A los nombres de los lugares y a las personas los modificaba a su gusto, y se enojaba si no la entendían.
¡Leniéresh, donde está el mercadu!
¡Ah, Liniers! El colectivo iba lleno. Un hombre se paró y le dijo a mi abuela: Sientesé, abuela. Mi abuela lo miró de arriba abajo y le contestó: ¿Por qué me dezís abuela? Yo no shoy abuela tuya. Que yo sepa, ostéy yo no tenemus ningún parentescu … Prefirió quedarse parada, y eso que el viaje era largo. De ahí aprendí a no decirle nunca abuelo a ningún viejito.
Hasta el día de hoy no sé a qué atribuir la actitud de la abuela Amelia, su manera de encarar la vida siempre con los tapones de punta. Será porque recibió muchos sopapos desde que salió de su aldea, o porque a pesar de sus esfuerzos nunca había podido lograr una posición desahogada. De sus seis hijos sólo tenía contacto con los dos más chicos, mi tía Norma y mi papá, que no participaron del negocio familiar. Con los vecinos no se llevaba para nada, pero la gente pobre de Almeyra y de su antiguo barrio la quería, porque siempre estaba dispuesta a ayudar y a compartir con ellos lo poco que tenía. Había aprendido a leer ya de grande, y se había convertido en una alfabetizadora vocacional. Les enseñaba a leer a los chicos que no habían podido ir a la escuela, sin cobrar nada –aunque dándoles unos buenos coscorrones si eran muy duros de mollera–.
Ven, rapaziño , me dijo. Habíamos llegado: el Mercado de Frutas y Hortalizas de Liniers, un galpón más grande que la Iglesia de Luján. Caminamos entre bolsas de papa negra y papa blanca, bolsas de red con zanahorias, cajones de tomates apilados casi hasta el techo. Sonaba un tangazo en la radio. Un estibador con el pecho desnudo coreaba la letra mientras voleaba las bolsas de setenta kilos.
Había que moverse con cuidado. Zorras cargadas hasta el tope pasaban rechinando las ruedas. Camiones y camionetas se acomodaban marcha atrás. Mi abuela me llevaba bien agarrado, para que no fuera a terminar aplastado. Me hacía sentir seguro el contacto con su mano, blandita por fuera pero firme como el hierro.
Che, vosh … ¿dónde eshtá el Cabrera?, le preguntó a un hombre que pasaba con un cajón al hombro. Cabrera, Cabrera… el tipo se rascó la cabeza.
Todu’l mundu lo conoce, le dicen El Negritu ... ¡Ah, usted dice Cabral! ¿Y qué te eshtoy diziendu, hombre de Diosh ? El Negrito Cabral era un morocho gigantesco que hablaba por walkie talkie, un aparato que hasta ese momento yo había visto únicamente en las películas de guerra. Sólo la Triple A y los Montoneros tenían en ese tiempo un equipo tan sofisticado. Y el Negrito Cabral, que recibía las cotizaciones de verdura al instante. La remolacha subía 200 pesos, la batata bajaba 100… Un pibe anotaba con tiza los números en la pizarra. Detrás de un escritorio, entre cajones de repollo, una secretaria decía: “Ahora mismo no lo puede atender, ¿puede llamarlo en diez minutos?”.
El Negrito Cabral era un magnate de la compra y venta de verduras, pero a mi abuela la trataba de igual a igual. Qué hacés Gallega, le dijo.
¿Cómo andásh, Negritu?
El Negrito Cabral tenía en la cabeza el mapa completo de la Argentina, sabía qué tierra era la mejor para tal o cual cultivo, si había llovido o hacía seca en tal región, qué convenía sembrar. ¿Dónde tenés el campo vos, Gallega? En Jota Jota Almeyra. ¿Adónde? (Ni el Negrito Cabral lo conocía). A veinte kilómetrush de Navarro. Ah… ¿y cuántas hectáreas podés plantar?
Cincu . El Negrito se quedó pensativo: debía ser un volumen muy por debajo al que estaba acostumbrado. Dio una chupada a la bombilla y dictaminó: zapallo. ¿Zapallo? Sí. Plantá zapallo inglés y avisame cuando los tengas. Sacó un fajo de billetes y separó varios de los grandes. Mi abuela hizo un rollo y se lo metió en el corpiño. Eso fue todo. El Negrito no le pidió recibo. No sabía su dirección, ni cómo se llamaba. Yo no comprendía el negocio.
¿Por qué te dio tanta plata el Negrito Cabral?
, le pregunté cuando volvíamos en el tren. Para que compremos la semilla y aremos el campo. ¿Y de quién van a ser los zapallos? De él. No me gustan los zapallos, dije, y era verdad. No me gustaban para nada. No importa, dijo mi abuela. No son zapallos para comer, son zapallos para hacer plata.
Trataba de darme una lección de vida, supongo, mostrarme cómo con pocos recursos y algo de ingenio uno podía hacerse unos pesos. Mi abuela contrató a un hombre que tenía tractor, que en una mañana aró las cinco hectáreas, más otras dos que ella decidió plantar por su cuenta. Entre los dos pusimos las semillas y las tapamos con tierra. Las cuidamos de los pájaros, y cuando dejó de llover regamos cada surco con agua de la bomba llevada en carretilla y en baldes. Mi abuela cuidó las cinco hectáreas del Negrito tan bien como las dos suyas, ycuando llegó la tormenta rezó para que el viento no rompiera las plantas. Para el fin del verano había unos zapallos espectaculares, grandes como mesas. Mi abuela bailaba en una pata. Literalmente. Bailaba la jota y cantaba Airiños, airiños aires, airiños da miña terra… , de Rosalía de Castro.
En Almeyra no había teléfono, el marido de doña Irmita nos alcanzó en la Ford hasta Suipacha. Entramos a un bar en el que dejaban usar el teléfono. Mi abuela me pidió un submarino y discó el número en uno de esos viejos teléfonos de disco. Chic, taca taca taca taca… La secretaria del Negrito Cabral le pidió que volviera a llamar en diez minutos. Al fin se comunicó. Hola, ¿Cabrera? La vi anunciarle como un triunfo que los zapallos ya estaban, y la cara que ponía cuando él le respondía.
Algo andaba mal.
Me acerqué, se escuchaba bien clarito lo que decían. Al parecer, el precio del zapallo había caído tanto que ni siquiera valía la pena mandar un camión a buscarlos. No puede ser, decía mi abuela, son unus zapashus hermosus… El campo es una ruleta, Gallega, a veces se gana y a veces se pierde. ¿Y ahora qué hagu ?, preguntó ella, la mano crispada como una garra en el auricular. ¿No conocés a alguno que tenga chanchos? Y bueno, vendelos como alimento para chanchos.
Algo te van a dar. Mi abuela se había quedado sin palabras. Vení a verme en setiembre, Gallega, dijo el Negrito, por ahí tenemos más suerte.
Hicimos el viaje de vuelta en silencio. Yo dije: Nunca me gustaron los zapallos.
Esa misma semana vino el chanchero con sus chanchos. Hubo que partir los zapallos con un martillo, la cáscara era tan dura que por más que hocicaban no los podían abrir.
¡Una ruleta!, murmuraba mi abuela.
Claro, alguien como el Cabrera podía darse el lujo de perder una cosecha, pero ella… Los chanchos se hicieron un festín, no quedó un zapallo ni de muestra. O mejor dicho sí: dos zapallos que mi abuela separó, uno para ella y otro para mi mamá. El chanchero le tiró unos mangos y se fue con su tropa. Mi abuela dijo que con la caca de los cerdos el campo había quedado bien abonado. ¿Qué convendría plantar esta vez?
Creo que sí me dio una lección de vida, al final. No cómo funciona la ley de la oferta y la demanda sino cómo no hay que llorar sobre la leche derramada y cómo arrancar de nuevo cuando todo sale mal.
Mis papás vinieron a buscarme, finalmente, con una hermanita recién nacida. Esa era la razón por la que mamá debió guardar cama tanto tiempo. Mi abuela preparó una comida gallega y de postre sirvió zapallo en almíbar. ¿Zapallo dulce? Me negué a probar esa hortaliza traidora, pero al fin accedí. Era la cosa más dulce del mundo. Como mi abuela.
¿Vishte que t’iban a goshtar?
, me dijo. Le di razón.
Qué bueno que a ése no se lo habían comido los cerdos.