sábado, 24 de agosto de 2013
El argentino que nos ayudó a escapar del nazismo
POR LISELOTTE LEISER NACIÓ EN ALEMANIA EN 1919. JUDIA, SOBREVIVIO AL NAZISIMO Y VIVE EN
Actitudes
que hacen diferencia. Los Leiser, alemanes judíos, tenían una zapatería en
Berlín. Salvaron sus vidas, aunque lo pasaron duro en un campo de
internamiento. El empresario Alberto Grimoldi les conservó bienes que les
reintegró apenas terminada la guerra, además de facilitarles luego el ingreso a
Un reconocimiento. Liselotte
contactó hace tres años a Alberto Luis Grimoldi –aquí los dos en casa de ella–
para contarle sobre el gran recuerdo que tenía de su padre / EMILIANA MIGUELEZ
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24/08/13
Me dicen Lilo pero mi verdadero nombre es Liselotte Leiser de
Nesviginsky. Tengo 94 años, nací en Berlín, en una familia judía que era dueña
de una importante cadena de zapaterías y llegué a la Argentina después de la Segunda Guerra
Mundial. Soy viuda luego de haber estado casada más de 50 años con un hombre
extraordinario, buen compañero de vida y aventuras. Mi único hijo se llama
Jorge, 58 años.
Soy, también, una sobreviviente del nazismo. Claro que ese
calificativo no alcanzaría para definirme como persona, pero creo que es una
forma posible de empezar a presentarme. Voy a ir por partes. La cadena de
zapaterías de mi familia, “Leiser”, llevaba nuestro apellido y tenía más de
treinta y cinco sucursales. Para el año 1933 aproximadamenteestuvo de visita en uno de nuestros negocios Alberto
Enrique Grimoldi, el conocido fabricante argentino de zapatos, hijo a su
vez de quien fundó esa empresa en 1895. Alberto había venido para aprender en
los negocios de mi familia todo lo relacionado con la atención al cliente, la
venta de calzado al público, la comercialización del producto. Recuerdo como si
fuera hoy que Alberto se sentó en banquito de madera de esos que se usaban
entonces para ver en detalle, en vivo y en directo como se dice ahora, el
procedimiento que utilizaban los vendedores de la firma.
Ninguno de nosotros podía imaginar la
importancia que tendría ese hombre que de tal modo se cruzó con
nuestras vidas para siempre.
Pasaron los años y la oscura estrella de Hitler siguió
ascendiendo en una Alemania que se volvía cada vez más peligrosa y temible. En
el año 33 la cadena Leiser, cuyas fotografías pueden verse hoy en el Centro
Conmemorativo del Holocausto de Montreal, fue “arianizada” y, como consecuencia
de ese despojo
cruel y racista, mi familia fue obligada a “asociarse” en forma compulsiva
con una persona no judía y así pasar el negocio a manos “arias”. En noviembre
de 1938 se produjo latristemente célebre noche de
los cristales rotos, esa que quedó en la historia de Alemania con el nombre
de Kristallnacht .
A partir de ese episodio vinieron ataques permanentes y cada vez
más duros contra los judíos con persecuciones de todo tipo. Sin ir más lejos,
ya unos años antes, yo asistía a un liceo de señoritas hasta que a la edad de
catorce años fui notificada por una profesora diciéndome, con una sonrisa entre
cínica y fría, pero también como un alerta de lo que se venía, que debía buscar
inmediatamente otro lugar ya que por ser judía no podría continuar estudiando en ese
liceo.
Cuando la situación se volvió intolerable para todos nosotros,
mis padres decidieron viajar conmigo desde Berlín a Holanda procurando buscar
un lugar más seguro y tranquilo. Recuerdo ese momento crítico y angustiante con
el mayor detalle que mi débil memoria permite. Íbamos a embarcarnos, creo, en
un avión de la línea Lufthansa. En la aduana los SS nos desnudaron por completo para comprobar que no lleváramos joyas
escondidas en el cuerpo… Así era la vida entonces. En Amsterdam mi familia
poseía también una cadena de zapaterías conocida como Huff , no tan grande como la de Alemania,
pero igualmente importante y prestigiosa. En el nuevo destino no disfrutamos de
la suerte esperada.
En mayo de 1940 también ese país fue
invadido y ocupado por los nazis. Ante el riesgo
de perder también los negocios en Amsterdam se produjo la segunda y milagrosa
intervención de Grimoldi, quien se hizo cargo de la cadena en Holanda mediante
una operación comercial obviamente ficticia y con la
promesa de devolver el patrimonio recibido no bien terminara la Guerra. Un verdadero
pacto de caballeros. También –aunque yo era muy joven para conocer el detalle–
sé que cuando mi familia aún estaba en Alemania le envió
dinero a él con la sola promesa de palabra de que luego lo devolvería. Y así fue.
A veces me preguntan por qué mi familia confió tanto en Grimoldi. La respuesta
es mucho más simple de lo que podría suponerse. Mis padres decidieron asumir el
riesgo y, así, aferrarse a la promesa de ese hombre que, en un mundo que se les
caía encima, les generaba confianza. A veces en la vida hay que dar un espacio
a los valores
permanentes de la condición humana.
Lo que pasó después es algo muy triste de contar y evocar para
mí. Un día, a las seis de la mañana yo estaba parada y como perdida en la
puerta de nuestra casa en Amsterdam; en la noche anterior había salido a bailar
con unos amigos en un bar de las cercanías cuando llegaron los de la Gestapo. Debo
advertir que un poco antes de eso, en un último y desesperado intento de prevención y
anticipo de la tragedia inminente, mi familia obtuvo a cambio de una fuerte
suma de dinero pasaportes costarricenses. Fueron otorgados por el conde
Rautenberg, cónsul por entonces de ese país centroamericano. Me animo a decir
que la posesión de esos documentos que nos brindaron la ciudadanía de un país
que jamás conocimos nos salvó la vida. Y no exagero. De no contar con
ellos nuestro destino seguro eran las cámaras de gas de Auschwitz.
Pero aún con esa ventaja adicional nos llevaron primero a un colegio grandote
donde dormíamos en el piso en condiciones muy precarias y finalmente terminamos
alojados en el campo de concentración de Westerbork, un lugar de tránsito en
realidad. Fue el mismo donde estuvo Ana Frank, la autora del famoso diario
íntimo, antes de ser trasladada a Auschwitz para matarla
como ya lo habían hecho los nazis con una tía mía, su esposo y su pequeña hija.
En Westerbork dormíamos en barracas ruinosas y fuimos tratados
como animales o menos que eso. De un lado pusieron a los hombres y del otro a
las mujeres. Hacíamos nuestras necesidades en letrinas asquerosas, simples
agujeros cavados en el piso, y nos limpiábamos con papel de diario cuando
había. Las camas, de dos o tres pisos de alto, eran de hierro y con colchones de
paja.
Por las mañanas nos lavábamos como podíamos en los mismos
bebederos que se usaban para el ganado. Tengo de esa época un recuerdo
insignificante pero, quién sabe por qué, muy importante para mí. Secretamente
me hice una almohadita
rellena con crines de caballo que llevé y usé en todos los lugares por donde anduve en la vida. Aún hoy
la conservo… Dentro de todo, y en comparación con los demás, tuve suerte porque
una prima mía ya estaba en el campo y se había hecho amiga de uno de los
médicos que trabajaban ahí. Si no me equivoco se trataba del doctor Spanier,
también judío y obligado a trabajar como todos en el hospital del lugar. Yo,
usando un brazalete que todavía conservo al igual que la estrella amarilla que
nos obligaban a llevar en todo momento, trabajé en el hospital como cocinera.
Para alimentar a mis padres y a otras personas juntaba a
escondidas viejas cáscaras de papas, zanahorias o batatas y con eso, más algunos huesos que
encontraba por ahí, preparaba una especie de sopa horrible que sin embargo
sirvió de alimento para muchos.
Lo que sigue a esta historia tiene que ver con la ansiada
liberación. Llegó al lugar una autoridad de la cancillería alemana y constató
la autenticidad de nuestros pasaportes costarricenses. Hacia 1944 nos
trasladaron entonces a un campo de refugiados en Francia llamado la Bourboule. Una
semana después se produjo el desembarco en Normandía y, qué emoción me da
contarlo ahora, nos abrazamos todos llorando y corrimos hacia los
alambrados de púas, los cortamos casi con los dientes y gritamos la palabra libertad,
libertad, libertad, una, dos, cien veces. Una nueva vida empezaba para mí en
ese instante. Y lo vivido entonces fue inolvidable para mí, para mis padres y
para las demás víctimas judías o de otro origen que habían conseguido sobrevivir
a una vida espantosa en el mejor de los casos … o a una muerte segura.
Dado que conocíamos a gente amiga y familiares en Uruguay nos
embarcamos hacia ese país, más precisamente a Montevideo, donde, en el barrio
de Pocitos, permanecimos alojados durante aproximadamente nueve meses en una
pensión. Queríamos ingresar a la
Argentina pero eso no parecía posible por razones políticas:sabemos que la Argentina puso trabas para la inmigración de los
judíos durante esa época. Es entonces cuando se produce la tercera y
nuevamente milagrosa aparición de Alberto Enrique Grimoldi, a quien por
supuesto no olvidábamos. Él tenía contactos a diferentes niveles
gubernamentales de Argentina y actuó como garante personal para permitir
nuestra llegada a este país. Parece que le dijo al gobierno, presidido entonces
por Perón, que nuestro conocimiento era fundamental para potenciar sus planes
en la empresa. Acto seguido Grimoldi devolvió a mi familia el dinero y todo el
patrimonio de los negocios de Holanda que habían quedado a su nombre, un gesto
que mi familia conoce muy bien y que r escato en mi memoria como un tesoro inapreciable y
eterno.
Es curioso lo que pasó después o... lo que no pasó. Junto a mi
marido me dediqué a la actividad turística, llegamos a organizar el primer
contingente de viajeros argentinos a la Antártida , la vida siguió su curso. Pero lo
cierto es que finalmente perdí todo contacto con los Grimoldi.
Alcancé a saber que el hombre que nos había ayudado tanto en
momentos de grave riesgo para mi familia había muerto si no me equivoco en
1953. Todo lo vivido pareció entonces perderse para siempre en el olvido. Un
día, no sé por qué, me puse en campaña junto a Virginia, una gran amiga y
asistente, para ubicar a los Grimoldi. Fue como querer retomar
en parte el hilo que se había roto. Ayudó en tal sentido un artículo
aparecido en un diario donde se mencionaba a esa familia y su historia con
algún detalle. Virginia, bastante más moderna que yo en el manejo de Internet y
esas cosas, se ingenió para dar con Grimoldi hijo, el actual presidente gerente
de la empresa.
Le enviamos juntas un mensaje electrónico y así se retomó el
vínculo. Fui invitada
a una reunión convocada en la fábrica con toda la familia para que yo contara el comportamiento
que tuvo Alberto con nosotros. Eso fue muy emocionante para todos. Lo que dije
en ese encuentro lo repito ahora. Ojalá todos los hombres actuaran como lo hizo
Grimoldi. Su hijo, Alberto Luis, es el actual presidente y gerente de la
empresa y más allá de eso es, debo decirlo con todas las letras, un amigo
permanente de la familia que nunca se olvida de nosotros.
Tengo 94 años y pese a todo lo pasado y sufrido estoy feliz de
estar aún en el mundo. ¡Me gusta la vida! Y si me toca morir preferiría que
fuera de repente, sin dolor… y rodeada por todos mis seres queridos.
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