OPINIÓN
Juan Yáñez
El Mundial de Fútbol 2014, celebrado en Brasil, lejos de ser un acontecimiento deportivo, se convirtió para sus organizadores en un termómetro para medir la temperatura de la política nacional.
De malos políticos está el mundo lleno, son más dañinos que las plagas, pero ellos se creen, (o no se lo creen y nos engañan) los salvadores del mundo y sus electores también. En esta última apreciación radican los potenciales males de las sociedades modernas.
No es posible que las democracias sean solo fachadas bonitas , cuando en su interior todo luce en la más abominable podredumbre que la corrupción engendra. Brasil es un ejemplo de como se gobierna mal. Lula un bandido que jala más que un dínamo, pero nada más. La Rousseff, quien creía que para gobernar solo bastaba con mandar y como en los aviones, poner a funcionar el piloto automático. Ahora paga las consecuencias de su incapacidad. No basta tener un pasado guerrillero, o haber sido un sindicalista medio carismático para presidir un país.
Ningún país que se precie, se gobierna acertadamente, con improvisados líderes de cartón pintado, campeones en populismo o demagogos de cuarta categoría. Otrora a BrasilL no le faltaron grandes estadistas, hoy está tan contaminado como otros países de la región. La reflexión es el recurso de los sabios, quienes fácilmente dilucidaron, que la modestia es signo de grandeza y la soberbia lo es de ignorancia. Caminos equivocados los hay por doquier y equivocados de oficio aún son más. Ahora lo que queda es recoger los vidrios rotos y tratar de remendar el capote, o lo que quedó de él.
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MARIO VARGAS LLOSA 13 JUL 2014 - EL PAÍS ESPAÑA
El mito de la ‘Canarinha’ nos hacía soñar hermosos sueños. Pero en el
fútbol como en la política es malo vivir soñando y siempre preferible atenerse
a la verdad, por dolorosa que sea.
Me apenó
mucho la cataclísmica derrota de Brasil ante Alemania en la semifinal de la Copa del Mundo, pero confieso
que no me sorprendió tanto. De un tiempo a esta parte, la famosa Canarinha se
parecía cada vez menos a lo que había sido la mítica escuadra brasileña que
deslumbró mi juventud y esta impresión se confirmó para mí en sus primeras
presentaciones en este campeonato mundial, donde el equipo carioca dio una
pobre imagen haciendo esfuerzos desesperados para no ser lo que fue en el
pasado sino jugar un fútbol de fría eficiencia, a la manera europea.
No
funcionaba nada bien; había algo forzado, artificioso y antinatural en ese
esfuerzo, que se traducía en un desangelado rendimiento de todo el cuadro,
incluido el de su estrella máxima, Neymar. Todos los jugadores parecían
embridados. El viejo estilo —el de un Pelé, Sócrates, Garrincha, Tostao, Zico—
seducía porque estimulaba el lucimiento y la creatividad de cada cual, y de
ello resultaba que el equipo brasileño, además de meter goles, brindaba un
espectáculo soberbio, en que el fútbol se trascendía a sí mismo y se convertía
en arte: coreografía, danza, circo, ballet.
Los
críticos deportivos han abrumado de improperios a Luiz Felipe Scolari, el
entrenador brasileño, al que responsabilizan de la humillante derrota por haber
impuesto a la selección carioca una metodología de juego de conjunto que
traicionaba su rica tradición y la privaba de la brillantez y la iniciativa que
antes eran inseparables de su eficacia, convirtiendo a los jugadores en meras
piezas de una estrategia, casi en autómatas. Sin embargo, yo creo que la culpa
de Scolari no es solo suya sino, tal vez, una manifestación en el ámbito
deportivo de un fenómeno que, desde hace algún tiempo, representa todo el
Brasil: vivir una ficción que es brutalmente desmentida por una realidad
profunda.
No hubo
ningún milagro en los años de Lula, sino un espejismo que ahora comienza a
despejarse
Todo nace
con el Gobierno de Lula da Silva (2003-2010), quien, según el mito universalmente
aceptado, dio el impulso decisivo al desarrollo económico de Brasil,
despertando de este modo a ese gigante dormido y encarrilándolo en la dirección
de las grandes potencias. Las formidables estadísticas que difundía el
Instituto Brasileño de Geografía y Estadística eran aceptadas por doquier: de
49 millones, los pobres bajaron a ser sólo 16 millones en ese período y la
clase media aumentó de 66 a
113 millones. No es de extrañar que, con estas credenciales, Dilma Rousseff,
compañera y discípula de Lula, ganara las elecciones con tanta facilidad. Ahora
que quiere hacerse reelegir y que la verdad sobre la condición de la economía
brasileña parece sustituir al mito, muchos la responsabilizan a ella de esa
declinación veloz y piden que se vuelva al lulismo, el Gobierno que sembró, con
sus políticas mercantilistas y corruptas, las semillas de la catástrofe.
La verdad
es que no hubo ningún milagro en aquellos años, sino un espejismo que sólo
ahora comienza a despejarse, como ha ocurrido con el fútbol brasileño. Una
política populista como la que practicó Lula durante sus Gobiernos pudo
producir la ilusión de un progreso social y económico que era nada más que un
fugaz fuego de artificio. El endeudamiento que financiaba los costosos
programas sociales era, a menudo, una cortina de humo para tráficos delictuosos
que han llevado a muchos ministros y altos funcionarios de aquellos años (y los
actuales) a la cárcel o al banquillo de los acusados. Las alianzas
mercantilistas entre Gobierno y empresas privadas enriquecieron a buen número
de funcionarios y empresarios, pero crearon un sistema tan endemoniadamente
burocrático que incentivaba la corrupción y ha ido desalentando la inversión.
De otro lado, el Estado se embarcó muchas veces en faraónicas e irresponsables
operaciones, de las que los gastos emprendidos con motivo de la Copa Mundial de
Fútbol son un formidable ejemplo.
El
Gobierno brasileño dijo que no habría dineros públicos en los 13.000 millones
que invertiría en el Mundial de fútbol. Era mentira. El BNDS (Banco Brasileño
de Desarrollo) ha financiado a casi todas las empresas que ganaron las obras de
infraestructura y que, todas ellas, subsidiaban al Partido de los Trabajadores
actualmente en el poder. (Se calcula que por cada dólar donado han obtenido
entre 15 y 30 dólares en contratos).
Las obras
mismas constituían un caso flagrante de delirio mesiánico y fantástica
irresponsabilidad. De los 12 estadios acondicionados sólo se necesitaban ocho,
según advirtió la propia FIFA, y la planificación fue tan chapucera que la
mitad de las reformas de la infraestructura urbana y de transportes debieron
ser canceladas o sólo serán terminadas ¡después del campeonato! No es de
extrañar que la protesta popular ante semejante derroche, motivado por razones
publicitarias y electoralistas, sacara a miles de miles de brasileños a las
calles y remeciera a todo el Brasil.
Las
cifras que los organismos internacionales, como el Banco Mundial, dan en la
actualidad sobre el futuro inmediato del Brasil son bastante alarmantes. Para este
año se calcula que la economía crecerá apenas un 1,5%, un descenso de medio
punto sobre los últimos dos años en los que sólo raspó el 2% . Las perspectivas
de inversión privada son muy escasas, por la desconfianza que ha surgido ante
lo que se creía un modelo original y ha resultado ser nada más que una
peligrosa alianza de populismo con mercantilismo y por la telaraña burocrática
e intervencionista que asfixia la actividad empresarial y propaga las prácticas
mafiosas.
Las obras
del Mundial de fútbol han sido un caso flagrante de delirio e irresponsabilidad
Pese a un
horizonte tan preocupante, el Estado sigue creciendo de manera inmoderada —ya
gasta el 40% del producto bruto— y multiplica los impuestos a la vez que las
“correcciones” del mercado, lo que ha hecho que cunda la inseguridad entre
empresarios e inversores. Pese a ello, según las encuestas, Dilma Rousseff
ganará las próximas elecciones de octubre, y seguirá gobernando inspirada en
las realizaciones y logros de Lula da Silva.
Si es
así, no sólo el pueblo brasileño estará labrando su propia ruina y más pronto
que tarde descubrirá que el mito en el que está fundado el modelo brasileño es
una ficción tan poco seria como la del equipo de fútbol al que Alemania
aniquiló. Y descubrirá también que es mucho más difícil reconstruir un país que
destruirlo. Y que, en todos estos años, primero con Lula da Silva y luego con
Dilma Rousseff, ha vivido una mentira que irán pagando sus hijos y sus nietos,
cuando tengan que empezar a reedificar desde las raíces una sociedad a la que
aquellas políticas hundieron todavía más en el subdesarrollo. Es verdad que
Brasil había sido un gigante que comenzaba a despertar en los años que lo
gobernó Fernando Henrique Cardoso, que ordenó sus finanzas, dio firmeza a su
moneda y sentó las bases de una verdadera democracia y una genuina economía de
mercado. Pero sus sucesores, en lugar de perseverar y profundizar aquellas
reformas, las fueron desnaturalizando y regresando el país a las viejas
prácticas malsanas.
No sólo
los brasileños han sido víctimas del espejismo fabricado por Lula da Silva,
también el resto de los latinoamericanos. Porque la política exterior del
Brasil en todos estos años ha sido de complicidad y apoyo descarado a la
política venezolana del comandante Chávez y de Nicolás Maduro, y de una
vergonzosa “neutralidad” ante Cuba, negándoles toda forma de apoyo ante los
organismos internacionales a los valerosos disidentes que en ambos países
luchan por recuperar la democracia y la libertad. Al mismo tiempo, los
Gobiernos populistas de Evo Morales en Bolivia, del comandante Ortega en
Nicaragua y de Correa en el Ecuador —las más imperfectas formas de Gobiernos
representativos en toda América Latina— han tenido en Brasil su más activo
valedor.
Por eso,
cuanto más pronto caiga la careta de ese supuesto gigante en el que Lula habría
convertido al Brasil, mejor para los brasileños. El mito de la Canarinha nos hacía
soñar hermosos sueños. Pero en el fútbol como en la política es malo vivir
soñando y siempre preferible —aunque sea dolorosa— atenerse a la verdad.
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2014.
© Mario
Vargas Llosa, 2014.
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